Ya no quedan tambograndinos que recuerden cómo era su pueblo antes de que el valle de San Lorenzo irrumpiera, ni colonos, de los primeros en poner las plantas de sus pies en este lugar, que puedan repasar, con una mirada retrospectiva, cómo fueron, en aquellos primeros días, sus amaneceres y atardeceres. Todos han muerto ya.
Lo único cierto -y que nadie puede negar; hechos son hechos- es que San Lorenzo vino a cambiarle la vida a Tambogrande como pueblo. Pues antes de que las aguas del río Quiroz se derivaran hacia acá, Tambogrande languidecía. No era un pueblo fantasma, pero poquito faltaba para que lo fuese.
¿Cómo era entonces? Un pueblo de calles polvorientas y casi desoladas y que se envolvía en tinieblas cuando llegaba la noche. Luz eléctrica no había y la gente tenía que alumbrarse con mechones y candiles y con lámparas de Petromax unos cuantos.
Algo más. El agua que se consumía aquí era de río y cuando el lecho de este se vaciaba y se secaba porque las lluvias en la sierra habían sido escasas, se perforaban pozos en dicho cauce. De allí extraían los aguateros el agua con la que socorrían a la población para que esta no se muriese de sed.
Una aventura
Ir a Piura tampoco era fácil. Sólo para llegar a Sullana, por donde había que pasar primero, el viajero demoraba en hacerlo por lo menos unas seis horas. Se salía de Tambogrande a la medianoche, en camión. De estos vehículos solo había dos en el pueblo. Uno, el del ‘Borrao’ Villalta y, el otro, el del ‘Zambo’ Alzamora.
Antes de partir, ambos camiones se estacionaban donde Teodoro Pulache. Todo un personaje de la época. Se paraban allí para tomar café; café pasado, se entiende. No había otro. Decían que era tan bueno este café que su aroma podía sentirse u olerse desde lejos. Don Teodoro siempre se negó a revelar el lugar desde donde se lo traían. Doña Teresa, su mujer, lo relevaba los sábados y domingos. Ofreciendo, además, patitas de chancho horneadas y pavo adobado de la misma manera. Cuando partían, esos camiones entraban a Sullana como a las seis de la mañana.
Se tardaba todo ese tiempo en cubrir dicha distancia porque las condiciones de la única carretera que había entonces eran sumamente deplorables. Y por más que los choferes se esmeraran por avanzar más rápido, no lograban alcanzar ese cometido. Conducían maniobrando temerariamente, y midiendo la velocidad, para poder sortear las oquedades y los montículos de arena que encontraban a su paso.
Para que tengan una idea de lo conflictiva que era esta carrera, era imprescindible que los choferes de entonces partieran de Tambogrande sin que les faltara un par de llantas de repuesto, una pesada cadena de fierro en su caja de herramientas, un par de listones de resistente madera. Los listones servían para desarenar el vehículo cuando se atascaba, y la cadena para sacarlo del fango cuando llovía. A veces tomaba horas llevar a cabo estas operaciones.
Siempre esperanzados
A los tambograndinos más viejos se les escuchaba decir orgullosos de que, a pesar de todas esas y otras vicisitudes, el suyo siempre fue un pueblo curtido, no hecho para el dolor, tampoco, pero sí entrenado para ponerle buena cara a los malos tiempos y banderillearlos. En aquellos días, cuando el proyecto de irrigación de San Lorenzo no estaba ni siquiera en pañales, el único fantasma que descalabraba a los tambograndinos era el de la sequía.
Cuando las lluvias se ausentaban la aridez devastaba los campos de cultivo, las haciendas prescindían de sus peones y los dueños de estas corrían a vender su ganado antes de que comenzara a enflaquecer y perdiera precio. Y si no hacían esto, tiraban de él hacia el despoblado. Buscando el bosque seco donde nutrirlo.
Los alimentos escaseaban, desde luego. Y había gente que se defendía, para medio sobrevivir, cultivando cualquiera cosa, pero sobre todo camote, tanto en las orillas del río como en su lecho. Los hacendados también pasaban apuros y las mujeres, incluyendo a las esposas de estos, esperaban la hora del Ángelus para rezar su rosario y elevar sus plegarias al cielo para que el de arriba, decían ellas, se compadeciera de sus devotas y de sus maridos y mandara lluvias.
No era con él
Al único que parecía no afectarle estos malos tiempos era a un comerciante que venía desde Olmos y apellidaba Capuñay. Dicen que era un hombre alto y colorado y bien plantado. Que fuera un Capuñay, los mal pensados ponían eso en duda. Su porte no encajaba con dicho apellido, era el comentario maledicente de ellos. Y cuando Capuñay se aparecía por aquí lo hacía estrepitosamente y anunciando a gritos la mercadería que traía en sus alforjas. Desde una aguja hasta repuestos de máquinas de coser, y medicinas. Disuelto en chicha de jora, recomendaba el Alka-Seltzer para curar la gripe. Era igual que don Teodoro Pulache: todo un personaje.
Alguien que lo conoció en esos tiempos fue don Manuel Natividad Pazo Pazo. Él ya no está en este mundo. Murió en el 2019 a los 91 años y fue también uno de los primeros colonos de San Lorenzo. Don Manuel Natividad contaba que Capañuy jamás se apeaba en Tambogrande. Solo pasaba por allí y cuando se detenía en algún lugar de los que visitaba -Curvan Bajo era su zona preferida- se paraba sobre el toldo de un pequeño tractor para, desde allí, gritarle a la gente reunida a su alrededor esto: “Llegó la plata”.
Dicho lo anterior, comenzaba a ofrecer su mercadería y, al mismo tiempo, a comprar al ojo lo que le ofrecían. Él era, sobre todo, un acopiador de pieles, aunque levantaba cuánta cosa le pusieran por delante. Desde gallinas hasta chanchos. Fue en una de esas que don Manuel Natividad, parándose frente a él y con los demás a su espalda, le propuso a Capuñay venderle también pieles, pero no al ojo sino al peso, le dijo.
-Me la ganaste, le contestó Capuñay a Manuel Natividad, mientras levantaba los brazos, muerto de risa, como si le estuvieran apuntando con un revólver. Ese mismo trato recibiría, a partir de entonces, la demás gente.
El comienzo
San Lorenzo, en 1959, estaba ya listo para ser parcelado y comenzar con la irrigación de aquellas tierras para entonces todavía eriazas. En ese año también se habían dado por terminadas las últimas obras civiles del proyecto. Mirándolo de lejos o de cerca, el reservorio que se tenía a la vista era una maravilla. Almacenaría 255 millones de metros cúbicos de agua. Para los piuranos de esos días era una cantidad alucinante. Con esa agua se irrigarían, para empezar o como estaba previsto, unas 25 mil hectáreas que fueron las que se repartieron entrando, entrando.
Y aquí viene la otra parte que hay que decir sobre Tambogrande. Eran las haciendas, cuando llovía y había agua y era un año bueno, las que absorbían el mayor número de braseros disponibles para el laboreo de sus campos. No solo necesitaban peones, sino también tractoritas, guardianes y hasta gente que pastoreara el ganado.
Y cuando estas haciendas enfrentaban un año seco, el desempleo que se desencadenaba era terrible. La pobreza se agravaba y, en la cocina, las mujeres desesperaban, se daban vueltas, se miraban las manos. No sabían que más echarle a la olla. Solo escuchaban hervir el agua que burbujeaba en el fondo de sus cacerolas. Eran épocas ciertamente bien difíciles y en las que también se comía mal.
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