No hay un día de la semana o del mes que no deje de hacerlo. Es su vicio. Sentarse delante de su mesa de trabajo -que es un tablero de dibujo, no un atril- y cumplir con eso: Ponerse a recortar, uno a uno, los diarios de la mañana ni bien se los dejan debajo de la puerta de su casa. Pero antes debe ojearlos, hojeándolos al mismo tiempo. Y lo que demora en ese deslizarse con la mirada sobre los titulares que van desfilando delante de su vista, le basta para seleccionar, con resaltador en mano, los textos impresos que le interesa cercenar.
La otra fascinación que avasalla a este amigo nuestro son los libros. Él vive en una antigua casona de fondo largo, de calle a calle, habituales en la Piura de antes, donde ya casi no le queda espacio para seguirla tapiando con más libros. Y aquella esquina que ocupa su tablero de dibujo, con su flexo fijo al costado, es lo único que está libre de esos bártulos; lo último dicho en la acepción inicial que tuvo esta palabra y que fue otra distinta al que tiene ahora por extensión.
No exageramos si decimos que tan luego uno cruza la puerta que mira a la calle de esa casa antigua hay que caminar, para llegar hasta la citada mesa de trabajo del dueño, avanzando en medio de filas de libros puestos unos sobre otros. Él hasta ha perdido la cuenta de cuántos tiene. Hay de todo: literatura, historia, filosofía, arte y hasta libros de ciencias ocultas. No faltan, tampoco, los libros de autores piuranos y sobre Piura.
Y ninguno de ellos sale de aquí, y en otras manos, si no es bajo estrictas y seguras reglas de devolución, prenda incluida, si el prestador no es de fiar o de confianza. Borges decía: “Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros”.
Cuando mi amigo termina de recortar los diarios que le han dejado esa mañana debajo de la puerta de su casa, con la palma de su mano derecha alisa lo recortado, luego ordena esos recortes y, cuando acaba de hacerlo, viene la parte dos, la más esperada. “Ahora sí -dice sobándose las manos- diente a este bocado”. Y así todos los días. A veces, viéndolo tan abstraído en esa tarea, da ganas de decirle a ese amigo mío, que se llama Jorge Ricardo García Saavedra, please, páseme tu vicio, remedando un poco el título de la canción esa: “Pégame tu vicio”.