“Nosotros demandamos el cierre inmediato del Congreso porque el pueblo lo rechaza y ya no representa a nadie”. Esta frase, dicha en los medios o coreada en las calles es uno de los slogans más potentes en el escenario político peruano.
“Rechazo al congreso llega al 85%”. Este terrible dato de las encuestadoras se recibe ya con indiferencia. Como quien oye a los cuculíes decirnos que el día ha comenzado.
Sin embargo, el efecto que la baja popularidad del Congreso tiene hoy en la situación política del Perú es inmenso. Y es fatal para la democracia. Este efecto se manifiesta en las opiniones y actitudes de los ciudadanos con respecto a cada acto de ese poder del estado.
Se manifiesta en los actos del ejecutivo, que, en este escenario de antagonismo, sabe que todo lo que emprenda contra el Congreso le dará al ejecutivo el beneficio que ese rechazo le granjea.
Se manifiesta en el presidente de turno, que sabe que puede manipular esa repulsión a favor de eventuales planes autocráticos suyos.
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Se manifiesta en las iniciativas o el voto de algunos congresistas que, buscando revertir esa impopularidad, proponen o apoyan iniciativas legislativas desesperadas e insensatas.
Se manifiesta a través de los partidos radicales de izquierda, con presencia significativa y creciente en la formación de la opinión y el voto ciudadanos, que aprovechan el consenso que el Congreso genera en su contra para alimentar planes no democráticos.
Se manifiesta en castas progresistas que juegan maliciosamente con el “que se vayan todos” en busca de nuevas correlaciones de poder más favorables.
Se manifiesta en la prensa y en las opiniones de colaboradores y analistas, que, siempre sensibles a lo que intuyen como correcto y a veces como popular, ya ni siquiera se plantean salir en defensa de ese poder del Estado aún si pudiera este tener actuaciones positivas y hasta impecables.
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Se manifiesta en el hecho de que, llevada por una magistral malicia en la gestión de odios, la población peruana haya votado en referéndum en contra de la reelección de congresistas en lo que podría calificarse como un autogol popular. Una democracia no puede funcionar si el Congreso sufre este abrumador rechazo.
Con todas esas consecuencias tan nefastas, ¿no valdría la pena ayudar a que esa percepción al Congreso se hiciera más pulcra, aunque parte de esa percepción los propios congresistas la abonen?.
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