Las bombas lacrimógenas empezaron a caer como bengalas sobre las avenidas Piérola y Abancay.
La mayoría de los manifestantes se escapaba con desesperación, sintiendo ardor en los ojos, en la boca y sin poder respirar, mientras otros, más temerarios, rodeaban el gas de los casquillos ardientes en esas vías del centro histórico de Lima y los neutralizaban con agua y bicarbonato. Y volvían a la protesta ante la Policía, que frenaba todo avance hacia el Congreso. Otros vomitaban. Algunos lloraban, tenían ceguera temporal y caían al suelo, y al mismo tiempo eran jalados por compañeros desconocidos hacia zonas ventiladas.
Y de pronto aparecían más personas anónimas y brigadistas voluntarios que rociaban vinagre al rostro y a los labios para reducir los efectos de los gases, daban ánimos, palmadas y proveían camillas. Había solidaridad. Una solidaridad que salvó muchas vidas el 14 de noviembre de 2020 en la noche, aunque no se pudo la de dos: Inti Sotelo y Bryan Pintado.
Cualquiera podía terminar lesionado o morir en la confusión de gases y perdigones que disparaban los efectivos, o entre las rocas, bombardas y cohetes que tiraban los manifestantes. ¿Cómo se inició la violencia y la represión? ¿Qué motivó al policía para que lance la primera bomba lacrimógena o para que un joven tire la primera piedra? Entre ese caos estaba Diuliana Valdiviezo Palacios, una de las brigadistas que se organizó con sus amigos en un grupo de al menos 50 voluntarios de formación bomberil; su misión era rescatar, curar o trasladar a los heridos hacia las ambulancias, postas u hospitales.
-Todos tenemos preparación de paramédicos. Atendimos, por ejemplo, al fotógrafo de El Comercio, le sacaron una canica de la espalda. Nuestro protocolo era ir pegados a las paredes, en fila india, caminando lentamente, identificándonos con cruces rojas en nuestra vestimenta y cascos. El jueves 12 de noviembre la Policía nos disparó perdigones al cuerpo; me cayó una en la parte izquierda de la cadera – cuenta Diuliana, una comunicadora piurana de 34 años nacida en Talara, quien fue socorrista durante El Niño Costero en Piura el 2017 y en los incendios de Larcomar, el 2016, y Mesa Redonda, un año después.
En las protestas por la democracia, que empezaron el 9 de noviembre cuando fue vacado el expresidente Martín Vizcarra, no importó el COVID-19, aunque todos usaron mascarilla. Tampoco se respetó el distanciamiento social, porque justamente lo que se deseó era unión social. La gente se organizó por redes sociales, grupos de chat y llamadas entre amigos y familias.
Los jóvenes querían gritar y mostrar sus pancartas frente al Congreso de la República, Palacio de Justicia o Palacio de Gobierno, donde Manuel Merino de Lama saboreaba un poder polémico, de dudosa procedencia y presidencia, quizás pensando ya en renunciar.
En ese contexto se desarrollaba el sexto día de manifestaciones en todo el Perú cuando Diuliana Valdiviezo se encontró con los últimos minutos de vida de Bryan Pintado, un muchacho de 22 años:
-Sabíamos que la marcha del sábado no iba a terminar bien. Nos preparamos como si estuviésemos yendo a la guerra. Llevamos unas camillas de campaña. Los chicos (manifestantes) estuvieron en el cruce de las avenidas Piérola con Abancay. Nosotros estábamos a un lado. Cuando salió la primera ráfaga de bombas lacrimógenas de la Policía, que eran como 15 o 20, los primeros heridos tenían cortes en la cabeza, cuello, espalda, brazos, tanto por perdigones como por las bombas lacrimógenas. Había gente convulsionando, muchos asfixiados…
En efecto, pasadas las 8 de la noche del 14 de noviembre empezaron los perdigonazos y las bombardas, los fuegos artificiales, la lluvia de piedras y los insultos en una fusión tan caótica que hasta los olores de la marihuana, los gases tóxicos y el cigarro se percibían en un solo respiro. De repente: ¡pom, pom, pom, pom! y mentadas de madre, carajos y ayes, chispas en el aire y hálitos blanquecinos que se metían por la nariz y no permitían respirar. “¡No corran!, ¡gracias, mano, gracias, brother!, ¡toma vinagre!, ¡tranquilos!, ¡me quema la cara!, ¡no veo!, ¡médico!”, gritaban los manifestantes y brigadistas voluntarios. Quien lea esto y haya estado cerca de los puntos de violencia de las marchas se acordará. Fue así como el vinagre blanco se convirtió en un elixir para volver a la vida frente a la asfixia. Ahí veías, entonces, a los chicos incógnitos entre sus mascarillas, apresurados y ataviados con guantes de protección que se encargaban de neutralizar el gas lacrimógeno con depósitos llenos de agua y bicarbonato. Eran los desactivadores de bombas.
En esos momentos la vida de Bryan Pintado cae mal herida y Diuliana lo toma en brazos:
-Recibo vivo a Bryan, sangrando en la cara y en el cuerpo. Lo limpié para ver de dónde venía el sangrado, lo habían perforado en todos lados. Inmediatamente lo cargamos con mis compañeros por unas 6 cuadras, los taxistas tenían miedo de llevarnos. Me tocó bajarlo en el hospital Guillermo Almenara y llevarlo al área de Shock Trauma. Hicieron lo que pudieron y al cabo de unos minutos lo declararon muerto.Walter Hupiu Tapia, un fotoperiodista peruano con años de experiencia cubriendo protestas sigue “desbordado y empequeñecido” por todo lo vivido.
-Estas marchas solo puedo compararlas con las de “Los cuatro suyos” el año 2000. Aquella vez eran los grandes quienes salieron al asfalto. La actitud y consciencia de combate urbano son las mismas, los aprestamientos y piquetes de primeros auxilios también, con focos de lucha en varios puntos en simultáneo. Pero esta vez han sido los jóvenes.
Las vías del centro histórico de Lima en las cercanías de la Plaza San Martín, como el Jr. Lampa, se ataviaban de casquillos, botellas, ropa sucia, mascarillas sueltas y rocas. No faltaron los ambulantes que vendían banderas, polos o agua. Algunos jóvenes conseguían piedras y pedazos de concreto de los jardines o veredas. Esto sucedió en la Plaza de la Democracia: cogían grandes bloques y los golpeaban contra el piso para que se partieran en varios segmentos, que luego lanzaban hacia la Policía.
A lo largo de la noche del 14 de noviembre, en plenos actos de violencia, un helicóptero de la Policía monitoreaba a los manifestantes. Abajo había solidaridad, la solidaridad de un poco de agua, bicarbonato para desactivar bombas o vinagre por la democracia y contra la corrupción. Diuliana Valdiviezo hace una pausa ante todos sus recuerdos, dice que es la semana más dura y dolorosa que le ha tocado vivir como generación.
Y termina:
-Ayer martes 17 de noviembre – tres días después de la tragedia – pude lavar mi polo de brigadista. Aún tenía la sangre de Bryan.