Nuevamente nos enfrentamos a la posibilidad de una futura crisis de gobernabilidad. Hay 23 candidatos presidenciales que, inevitablemente, atomizan el voto ciudadano y crean las condiciones para que volvamos a ver la figura de un presidente con poco respaldo parlamentario o que representa genuinamente a una mayoría frágil.
Estas lecturas deberían estar presentes en los debates internos de los partidos -en el sobreentendido de que haya tales discusiones, de que haya militancias activas en el país- porque los partidos deberían contribuir al progreso de la vida política y no ser motivo de crisis permanente, como hasta ahora vemos. Frente a esta situación, ¿no era más conveniente deponer los apetitos y agruparse en torno a candidaturas consensuadas para fortalecerlas de cara a los comicios de abril? Los partidos son los garantes de la democracia; en ese sentido, son los primeros llamados a proponer constantemente alternativas para la nación. ¿O acaso entendieron -torpemente- que brindar alternativas significaba que estas se disgregaran en más de dos decenas de rostros? Esta es la visión grosera, egoísta, mercantilista y aprovechada de la política.
La necesidad de unirse, si se quieren instituciones fortalecidas y auténtico imperio de la ley sobre la corporación política y la ciudadanía, es un punto sobre el cual los partidos deben discutir ampliamente, con la mayor participación posible, y entenderán entonces lo que la ciudadanía realmente necesita. En otras palabras, cumplirán esa tarea tantas veces pospuesta: construir en el Perú. No dejemos que el afán de protagonismo termine costándonos años de desarrollo democrático.
Está claro que en nuestro país existen tres frentes fácilmente distinguibles: la izquierda -el grupo minoritario aunque en actual posición estratégica-, el populismo -esa demagogia que puede, incluso, incorporar lenguaje fascistoide y falsamente pragmático- y aquella derecha que no ha notado cuánto ha cambiado el país en los últimos treinta años y contribuye a perpetuar la corrupción. Una candidatura ideal debería tener, a nuestro juicio, una visión que rompa con la fascinación suicida por el populismo y con la corrupción. Tendría, ante aquellos frentes identificados, el poder del consenso ciudadano, de la razón y de la voluntad de respetar y hacer respetar la ley.