Cuando el poder se ejerce sin límites ni vergüenza, el desenlace suele escribirse con violencia y sangre en las calles. Nepal lo acaba de demostrar: un país que parecía adormecido despertó con furia contra un gobierno corroído por la corrupción y el autoritarismo. El sabio chino, Confucio, decía: “La rebelión nace cuando los gobernantes olvidan que su propósito es servir”. ¿Tiene algo que ver esto con Perú? Lamentablemente, mucho.
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La política para los dictadores, corruptos y populistas tiene una lógica cruel: cuando las élites desoyen a la ciudadanía, las calles terminan dictando sentencia y eso es precisamente, lo que acaba de ocurrir en Nepal, un país que parecía resignado a décadas de corrupción y autoritarismo hasta que el gobierno cruzó la línea y decidió bloquear las principales redes sociales -Facebook, Instagram, WhatsApp, YouTube y X-, en un intento torpe de silenciar críticas. La medida, lejos de contener la protesta, la convirtió en furia colectiva. Katmandú despertó con marchas masivas, recordándole al poder que cualquiere tipo de autoritarismo o corrupción es gasolina sobre la hoguera del descontento y la frustración.
La experiencia nepalí -que ha dejado hasta ahora 30 muertos, más de mil heridos y daños cuatiosos-, no es un fenómeno aislado, sino parte también de un patrón regional en nuestra Latinoamérica. Ecuador vivió en 2019 la rebelión contra el ajuste económico de Lenín Moreno; Chile, en ese mismo año, desató un estallido social por un aumento en la tarifa del metro que se convirtió en símbolo de desigualdad acumulada; Colombia en 2021 ardió por una reforma tributaria que encendió viejas heridas. En todos esos casos, la combinación fue la misma: corrupción percibida, populismo desenfrenado, decisiones desconectadas de la realidad y una población que ya no creía en sus instituciones (¿Se nos hace familiar esto?).
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El Perú, lamentablemente, comparte cada ingrediente de esa peligrosa receta. Un Congreso y un Ejecutivo con menos del 5% de aprobación, corroídos por denuncias de corrupción y empeñados en legislar en función de intereses particulares. Un parlamento que blinda a sus miembros (Los Niños), captura instituciones, reparte beneficios económicos con calculado populismo (incremento a docentes jubilados, por ejemplo) y juega al caudillismo legislativo para prolongar su permanencia en el poder. En la práctica, un órgano del Estado que ya no representa a la ciudadanía, sino que actúa como una casta cerrada que legisla para sí misma.
Bajo esa perspectiva, la pregunta es inevitable: ¿podría el Perú vivir una protesta de magnitud similar a la de Nepal? La respuesta, si revisamos los archivos históricos y noticiosos, es afirmativa. La población peruana ya ha demostrado en repetidas ocasiones que el malestar puede trasladarse rápidamente a las calles: desde las marchas contra la corrupción en 2000, que precipitaron la caída de Fujimori, hasta la movilización masiva de noviembre de 2020, que en apenas cinco días forzó la salida del presidente interino Manuel Merino. El historial de estallidos sociales demuestra que la indignación en Perú tiene mecha corta cuando el poder político se percibe ilegítimo o corrupto.
El riesgo actual es que el Congreso repite, con obstinación suicida, los mismos errores de otros gobiernos que terminaron sitiados por sus indignados ciudadanos. El populismo legislativo puede regalar aumentos y prebendas, pero no compra legitimidad; la manipulación institucional puede asegurar control en el corto plazo, pero erosiona toda base de confianza en el largo plazo. Nepal es, en este sentido, un espejo incómodo; lo que comenzó como una protesta contra el bloqueo de redes sociales terminó siendo una rebelión contra décadas de corrupción.
¿Perú podría enfrentar un desenlace parecido si la clase política continúa gobernando de espaldas a la gente? La respuesta, más que un ejercicio de nigromante o de profeta, está en el patrón histórico: la corrupción sostenida y el autoritarismo disfrazado de populismo siempre desembocan en protesta. En Nepal fue la censura digital; en Chile, el pasaje del metro; en Ecuador, el retiro de subsidios; en Colombia, la reforma tributaria. El populismo, cuando se utiliza como salvavidas de una élite corrupta, no es más que una bomba de tiempo. Y como Nepal acaba de recordarle al mundo, los pueblos, tarde o temprano, deciden activarla. No podemos negar que en el Perú, la chispa aún no está encendida, pero la leña está apilada.











