Por: Roberto Talledo
La sábila colgada sobre el dintel de la puerta y la estampita de la mano protectora pegada en la misma, garantizaba que ningún viento de la desgracia se colara en nuestro hogar.
Y en el patio del fondo la llamaplata desbordaba el macetero para que no faltara el ‘money’ y el sampedrito crecía inhiesto, como centinela, protegiéndonos de cualquier robo. Así crecimos los piuranos, barnizados en creencias, repletos de mágicos secretos.
Recuerdo como si fuera ayer la tarde que grité ¡bingo! en el coliseo del Club Grau. Cuando me acerqué al jurado y cantaron mi cartón, a éste le faltaba un número con su respectiva letra. Regresé a mi puesto avergonzado.
Por supuesto que de las graderías la gente me lanzaba silbidos y todo tipo de pifias y rechiflas. Aún éramos adolescentes. Cuando llegué al barrio me moría con los retorcijones en el estómago y el vómito era incontenible.
Mis amigos pensaron que me había intoxicado y estuvieron a punto de ingresarme a emergencia del hospital de Belén. Sin embargo, a Gilbert Noriega, hoy mí compadre, se le ocurrió llevarme donde la negra Aurora, frente al cine Ramón Castilla.
Era una mulata misteriosa que se pasaba el día entero masticando ajos y fumando cigarrillos negros. Me atravesó sobre la tarima y prendió un cigarrillo sin filtro. Luego empapó de humo un trozo de algodón pardo y lo frotó en cruz sobre mi estómago.
Mientras lo hacía lanzaba una sarta de oraciones y conjuros inentendibles. De una canastita de mimbre tomó un huevo criollo y me lo pasó por todo mí cuerpo. Cuando concluyó la operación mágica rompió el huevo y lo echó en un vaso con agua.
Miró a contraluz los grumos oscuros que se había formado alrededor de la yema. Ha sido chucaque del negro, dijo. Tomó un trago de agua florida de Murray & Lanmann y la sopló sobre mi cuerpo. Aquella fresca fragancia fue como un bálsamo que me devolvió a la vida. Con lo que nos quedaba de dinero fuimos donde doña Rosita Nunura a comer tallarines con pavo y un aromático café de Canchaque, como si nada hubiera pasado.
De niño mi mundo estaba repleto de leyendas de apariciones, de lagunas y cerros encantados. Por eso cuando pasaba la lechuza chillando con su trompeta agorera, me sentaba de inmediato al borde de la cama, presa de pánico, y en el instante lanzaba una sarta de lisuras y maldiciones contra la lechuza, que servían de conjuro para evitar que alguien de la casa se muriera.
El cuchillo había que entregarlo por el mango y el salero dejarlo sobre la mesa, ni pensar entregarlo en la mano. Por ningún motivo caminar debajo de una escalera y si se te cruzaba un gato negro había que persignarse tres veces.
La vida parecía desenvolverse de lo normal en aquel mundo lleno de fantasías y creencias. Los imprevistos, las pérdidas, los amarres y desamarres, los entuertos del amor y las importantes decisiones se resolvían descifrados por las barajas españolas de la cartomántica del barrio.
Los chamanes
Si nuestros males y enfermedades no encontraban remedio en la ciencia, de inmediato se nos abrían las puertas de la magia. Emprendíamos el largo viaje a las milagrosas lagunas de Las Huaringas, en Huancabamba.
Allí nos esperaba el maestro brujo y nos ingresaba, a través de su mesa curandera, al mundo de las espadas, las chontas, los caracoles, el sampedrito y el misterio.
Mediante la ingesta del remedio, preparado a base de Sampedro y simora, el maestro curandero era capaz de viajar al mundo de sus aliados y rastrear la enfermedad, en medio de cantos y silbidos, hasta encontrar la cura o neutralizar el daño. Mientras realizaba este viaje, sus ayudantes de la mesa singaban de los caracoles una mezcla de tabaco, sumo de lima, finos perfumes y aguardiente.
Lo hacían para protegerlo de los vientazos y las flechas lanzadas de las mesas maleras. Luego de esta mágica operación proseguía el despacho que consistía en liberar del daño o el hechizo mediante la limpia con las chontas, las espadas de acero, las piedras huacas y el azufre. Y el ritual concluía con el baño de florecimiento elaborado a base de pétalos de rosas, agua florida y de cananga, finas fragancias y cantos ancestrales.
Por eso a donde voy nunca me desprendo de mi seguro hecho de plantas poderosas, huayruros, piedritas milagrosas y agua de la laguna del Chimbe, para estar siempre protegido.
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