Balto, un pastor alemán que llegó a casa pequeño, de tres meses, nos dejó hace unos días. Se fue de este mundo después de haber estado casi diez años con nosotros. Murió como estaba escrito y casto. Sobre lo último, qué no se hizo para que dejara de serlo. Pero lo que no nace no crece, decían las abuelitas de antes.
Cuando Balto empezó a envejecer fue perdiendo de a poco algo de esa prestancia que distingue a los de su raza y los hace, no digamos únicos, pero sí inconfundibles. Los achaques, sin duda, fueron pasándole factura hasta que llegó un momento, como estaba escrito, que su muerte se anunciaría antes. Lo supimos desde la primera vez que lo pusimos en manos de un veterinario para que lo examinara… por un si acaso.
Y tan pertinente fue esa visita que, si ésta no se hubiera hecho, tampoco habríamos sabido que Balto estaba condenado a quedarse completamente ciego en corto tiempo. Se tuvo que correr para que lo operaran rapidito a la vista y evitarle, de esa manera, la desgracia de que pasara el resto de su vida viendo nada, sumido en la más absoluta oscuridad y usando bastón. O mis hijos turnándose para hacer las veces de lazarillo con él.
Lo que dicho veterinario no nos dijo, eso sí, fue lo otro. Que Balto moriría casto. Bueno, para adivinarlo ni nigromante que hubiera sido ese señor. Lo único cierto, en honor a la verdad, es que tampoco nunca faltaron casamenteras prestas a convertir a Balto en una especie de semental. Se relevaban, haciendo cola con sus doncellas de la misma raza, para ver si algunas ellas se sacaba la lotería y salía con su domingo 7. Y nada. Balto impertérrito.
Cierta vez, según me contarían luego mis hijos, Balto casi estuvo a punto de romper sus votos de castidad con una perrita chusca que, modosa y coqueta, no paraba de moverle su colita ni bien lo vio. Fue ella quien más bien se apretó, asustada, a la carrera cuando Balto estaba yendo a su encuentro a cazarla. Eso de que en gustos y colores no han escrito los autores parece ser bien cierto.
Carolina, que es el nombre de una de mis hijas, hizo de Balto su mascota y lo cuidó con tanto esmero y cariño, sobre todo en los últimos días de su vida, que él, Balto, antes de expirar, quiso devolverle ese afecto y las atenciones recibidas intentando llegar a rastras hasta su habitación para morir cerca de ella. Casi lo logra. Desde luego que Carolina lloró su muerte.