Mi padre murió cuando estaba por cumplir 95 años. Sin que le doliera nada. Ni un hueso. Murió de viejo, y esa es la respuesta que siempre doy cuando me preguntan por la causa de su muerte. Sorprendidos de que Federico -ese era su nombre- se fuera de este mundo cuando, según ellos, aún se le veía bien parado.
Dicho desenlace empezó así. Una mañana, Federico despertó tan lúcido como siempre. Se vistió y salió de su habitación y se fue derechito a sentarse donde acostumbraba hacerlo para leer sus periódicos. No quiso desayunar; tampoco almorzar. Se le pidió que al menos, se sentara a la mesa. Lo hizo, pero sólo miraba en silencio, con los brazos reposando sobre su regazo, inapetente, el plato de comida. Luego las cosas se complicaron y, desde ese momento, comenzó a apagársele la vida. Todo, en un cerrar de ojos.
La partida de mi padre me hizo recordar una memorable entrevista que “Caretas” o un diario de Lima le hizo, años atrás, al pintor Fernando de Szyszlo y que leí absorto. Si mal no recuerdo, Szyszlo dijo allí, hablando de sí mismo y de los años que ya tenía a cuestas entonces y que lo acercaban a los 90 -murió de 92-, que lo más perturbador de la vejez en una persona que llega a este umbral de la vida es darse cuenta de lo mal que se comporta el cuerpo con el cerebro. A los estímulos de éste, aquél ya no responde como antes. Es un estuche desvencijado y con averías que saltan de improviso; sin decir agua va. Como aquella que se le presentó de repente a Federico.
Se dice que uno nace preparado para enterrar a los padres. No éstos para enterrar a los hijos. Lo último, dicen, causa un dolor tan inmenso que no hay palabras para describirlo. El mismo Szyszlo lo sufrió. Jamás pudo superar la muerte en un accidente de aviación, de Lorenzo uno de sus dos hijos que tuvo con la poetisa Blanca Varela. Le partió el alma.
Hoy, con la pandemia que tenemos, ya ni los viejos se mueren de viejos ni los padres esperan que sean los hijos quienes los entierren primero a ellos ni estos, los padres, imaginaron nunca, ni por aquí, que ahora también son ellos los que están sepultando a sus hijos. Y el tiempo corre y corre lastimero. Y ni como decir “reloj no marques las horas” o “reloj, detén tu camino”, como lo hizo Roberto Cantoral, en su canción, agonizando también cuando la escribió, pero él de amor.