“¿Qué has aprendido de la pandemia?”, le pregunté en estos días a una amiga. Ella me respondió: “he aprendido a vivir el día a día. Antes tenía muchos proyectos y ahora no”. “Eso mismo es lo que he aprendido yo, -le comenté- también he aprendido a vivir el día a día. Me cuido, pero mi cuidado no es fruto del miedo, sino de la prudencia.

Mi consigna es: Hoy estoy vivo, hoy estoy sano, voy a vivir la vida con intensidad. Si después de mis cuidados me contagio, Dios me dará la fuerza para afrontar la enfermedad y si me toca morir, Dios me dará la serenidad para aceptar con paz y resignación la muerte”. Esta lección me gustaría que aprendas, amable lector.

El vivir el día a día es una lección que nos ha enseñado Jesús, cuando dijo: “Porqué se preocupan del día de mañana, si cada día tiene su propia preocupación… Miren las aves del cielo que no siembran, ni cosechan y el Padre las alimenta… Miren los lirios del valle que no hilan ni tejen y ni, siquiera, Salomón se visitó con tanto esplendor” (Mt. 6,25-34). No dejemos que las preocupaciones del mañana apaguen el esplendor del presente.

Esta misma enseñanza la impartió el apóstol Pablo cuando dijo: “Le exhorto, hermanos, a no echar en saco roto la gracia de Dios… Miren que ahora es tiempo de gracia, ahora es tiempo de salvación” (2Cor. 6,1-2). Es elocuente la imagen del saco roto. Podemos pensar en un saco roto donde colocamos cosas y ellas se caen al suelo. Eso mismo, muchas veces, sucede con nosotros, cuando no aprovechamos las bendiciones de Dios: la vida, la salud, la familia, los amigos, etc.

Un león perseguía a un hombre, quien al caer en un abismo quedó prendido en un árbol de ciruelas. En ese lugar fluctuaba en una disyuntiva: si intentaba salir, arriba lo esperaba la fiera; si se dejaba caer, abajo, la muerte era segura. El hombre fue sabio: se dedicó a disfrutar de las deliciosas ciruelas.