Esta columna la escribimos los miércoles por la tarde y, si no terminamos inmediatamente después de comenzarla, lo que falte, así sea un par de líneas, queda, como tarea inaplazable, para el día siguiente. Arrancamos tempranito, con la aurora. Pues a media mañana estas notas ya deben estar tomando tierra en la redacción de este diario o ingresando quietecitas al ordenador de su director. Cumplido ese trámite, nos olvidamos de ellas.
Mencionamos lo anterior por lo siguiente. Salvo los miércoles, los demás días, también por la tarde, menos los sábados y domingos, nos sirven para sentir la ciudad mirándola desde lejos. Antes de la pandemia, cuando uno podía salir sin miedo a la calle y respirar, también sin temor alguno, el aire que llevábamos a nuestros pulmones, se nos hizo costumbre, ni bien empezaba a apagarse el día, pararnos en una de las esquinas del cruce Vice con Sánchez Cerro y, desde aquí, como quien se viene de compras al mercado, coger la Sánchez Cerro, andándola.
Lo hacíamos, al recorrer ese tramo de dicha avenida, por el puro placer de ver caer la tarde y para sentirnos, mientras oscurecía, como transportados a una Piura diferente, otra. Aquella sensación última la percibíamos cuando nos quedábamos mirando -la primera vez paralizados, eso sí, por esa intensidad envolvente de lo nuevo-, las decenas de vehículos corriendo a toda velocidad sobre esas pistas nuevas recién inauguradas. Y verlos, además, aparecer o desaparecer por aquel paso a desnivel que hay allí y que se usa tanto para entrar como salir de lo que ahora definitivamente ya es la zona urbana más antigua de la vieja Piura.
Algo parecido se siente cuando uno, a la misma hora, la del Ángelus, cruza el Puente Eguiguren, tomando la avenida Independencia desde la Luis Montero en Castilla. Los otros viaductos -como el Bolognesi, Piura, Sánchez Cerro y Cáceres- casi no producen la misma emoción o esa impresión alucinante de sentirnos en otro lugar sin salir de Piura y ver eclosionar sus atardeceres apagándose. Si no creen, vayan a buscar ambas cosas por las rutas mencionadas, pero caminándolas.
Tampoco esperen que oscurezca para hacerlo. Buena hora es la de la oración, también llamada la hora del Avemaría. Son experiencias irrepetibles así vuelvan a desandar el camino. Y si van detrás de ellas dirán después, por quienes no hicieron lo mismo, que éstos, en verdad, no saben lo que se pierden.