Hasta el cierre de la presente edición, la situación del alcaide, el director y funcionarios del penal Piura era incierta: un operativo profundo los había involucrado en la mafia de celulares y droga que durante años ha convertido al recinto penintenciario en una verdadera escuela del crimen, sin opción de rehabilitación ni crecimiento personal. 

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¿Lo que pasa en el penal es un reflejo de lo que ocurre en el resto del país? Es innegable que nuestras instituciones, incluso aquellas que están más apartadas de la imaginación de la mayoría de nuestros lectores, como las cárceles, ofrecen una muestra de la putrefacción avanzada que ataca al Estado. Quizás tenga que ver con la mirada indolente de una sociedad que condena más que los jueces y convierte a los penales en lugares donde los reflectores de la prensa y de la curiosidad no llegan.

Malos funcionarios aprovechan este desinterés de la sociedad y el mismo Estado, así como el aura de muerte social de las celdas para construir verdaderas redes de extorsión, sicariato y corrupción del peor nivel. 

Por supuesto que en este momento tienen que intervenir todas las autoridades competentes, llevar a cabo investigaciones más profundas para definir el organigrama de la presunta banda y aplicar las sanciones que la ley estipula para estos casos. ¿Pero eso es todo cuanto se puede o debe hacer? ¿Qué pasa con la moral quebrada de las entidades que buscan, paradójicamente, la reinserción del exdelincuente en la vida social y el trabajo digno y honrado? Necesitamos reformar las cárceles de tal manera que la pena y la mejora vayan de la mano.

Esto, evidentemente, no puede hacerse con personajes reincidentes o cuyos crímenes hayan escapado a toda ideación, pero no puede renunciarse al objetivo de recuperar a ciertos sujetos de las garras del crimen para convertirlos en productores.

Todo cuando se haga ahora en los penales debe contar con la supervisión de una autoridad superior, pues entregar las cárceles a alcaides o directores envilecidos por su constante trato con criminales de la peor laya sería un error táctico imperdonable.

Retrocedería e invalidaría lo que la Policía ha logrado hoy e invalidaría cualquier esfuerzo para moralizar la administración carcelaria.

La pregunta es si las actuales autoridades querrán asumir ese reto.