Al escritor estadunidense Mark Twain le gustaba decir que un banquero es un señor que suele prestarnos el paraguas cuando hace sol, pero lo exige cuando empieza a llover. El trauma que ha dejado la COVID-19 podría expandir esta sentencia del autor de Las aventuras de Tom Sawyer a las clases políticas de los diferentes niveles de Gobierno de casi toda de la región, una de las más afectadas en sus sistemas sanitarios.
En este escenario, el problema no es el sol ni la lluvia: es el paraguas. La pandemia ha dejado sin oportunidad de protección a poblaciones enteras, por lo que el discurso político, acostumbrado a ser disuasivo, se ha quedado sin palabras claras para explicar qué falló, qué sigue y qué debe corregirse.
A decir verdad, ningún político lo sabe, por lo que todos siguen en sus viejas y gastadas prácticas de intuir. Sin embargo, esta práctica se confronta con la enorme incertidumbre de los ciudadanos. Los políticos parecen no darse cuenta de que el concepto regular del “mundo” ha terminado. La probabilidad de lo incalculable los ha rebasado, por la derecha y por la izquierda.
Al empolvado lenguaje de las promesas le ha llegado su fecha de caducidad. Los datos durísimos de la crisis económica, la enorme desigualdad que aqueja a nuestras sociedades, la posibilidad de contagiarse y morir, y la pérdida de empleo no aceptan más al dogma ni a la demagogia como respuesta.
Las palabras “política”, “poder” y “elecciones” han perdido prestigio y personalidad. Los aspirantes a cargos públicos de América Latina harían bien en ir renunciando ya a sus vocacionales ganas de preocuparse solo por el mañana y por vencer en las boletas, para convencerse de que lo verdaderamente urgente y ético es el hoy.
La responsabilidad y la ética deben ser integradas en los mensajes políticos. Según Abraham Lincoln, si un político no logra mejorar la vida de la gente, un gran número de personas se dará cuenta de ello y votará por otro personaje capaz de prestarle el paraguas cuando llueva, para que este lo cierre, campante, cuando salga el sol. Aunque los políticos no lo crean, el poder tiene fecha de caducidad.