A los políticos y autoridades avispadas no les gusta la prensa libre, mucho menos soportan cerca a los periodistas fisgones. Les molesta que alguien investigue y saque a la luz sus pillerías y pobrezas morales y es por eso que, en cuanto tienen un mínimo de poder, se declaran mudos o proponen leyes mordaza como la que el Ejecutivo ha derivado al Congreso. Incluso, se regocijan cuando los periodistas son atacados, asesinados o extorsionados en el ejercicio de sus funciones.
Lo que estos obtusos personajes, huérfanos de toda formación ética –a quienes se les encarga el manejo de los recursos del Estado por “elección”-, no acaban de entender que la labor de la prensa en un país democrático no es capricho o aventura empresarial sino una necesidad y un derecho de la sociedad a estar informada.
El periodismo es tan importante que figura en la Declaración de Derechos Humanos, porque es a través de la prensa que la sociedad se informa, opina y toma decisiones en cuanto a las políticas públicas. Una nación sin prensa libre o silenciada por la extorsión y la cárcel se corre el riesgo de terminar bajo el yugo del autoritarismo, la corrupción o la tiranía.