La aplicación de la pena de muerte es tan antigua como la sociedad humana. La encontramos en todas las edades de la historia de la humanidad. Fue aplicada bajo diversas modalidades y por muy diferentes causas. La sentencia dictada por el monarca o por el juez, que conllevaba la aplicación de la pena capital, llevó al cadalso a muchísimos personajes famosos algunos de los cuales fueron inocentes -como María Estuardo de Escocia o Galileo Galilei y Tomás Moro-por lo que su adopción siempre entrañó una posible injusticia.

En el Perú, quiérase o no, se ha reabierto el debate de la pena de muerte como máxima sanción para los autores de execrables crímenes (asesinatos, violación de menores, feminicidio, etc.). La discusión entre mortícolas y abolicionistas se centra en torno al hecho de que una pena máxima ejerce o no una función intimidatoria o si se quiere emplear solo con un criterio expiatorio que tropieza en todo caso con los principios medulares de la Declaración Universal de los derechos Humanos. Este es un asunto muy delicado en cuya discusión se tiene que poner el mayor cuidado.

En nuestro país nos encontramos impedidos de incorporarla a nuestra legislación penal porque el Perú tiene firmado el Tratado de Derechos Humanos de San José y por consiguiente antes de proceder tendría que retirarse denunciando tan importante tratado americano con las consecuencias que lo acarrearía para nuestra patria en la comunidad internacional.

Tocar el tema de la pena de muerte, en estos momentos, es muy aventurado porque evidentemente existe una presión popular frente al avance de la delincuencia común, el sicariato y los crímenes de odio. Por tanto que se tiene que tomar este asunto con pinzas porque está demostrado que en los países que tienen la pena de muerte no se ha registrado ningún decaimiento de la criminalidad. La lucha contra el delito no pasa por el sistema punitivo sino por el deterioro moral de la sociedad peruana.