Indudablemente; aceptar nuestra debilidad, en lugar de tratar de esconderla, es el mejor modo de adaptación, para poder renacer cada día. Dejémonos de ocultar nuestras miserias y alimentémonos del coraje de enmendarnos, de perdernos el miedo al avance y de compartir esa dimensión universal de donarnos, modelo admirable de toda vida en común, que requiere además desprendimiento y condescendencia. Bajo esta vulnerabilidad inherente a toda existencia humana, cuesta entender que aún la mitad de la población mundial no tenga todavía una cobertura completa de los servicios de sanidad esenciales.
No podemos continuar con esta atmósfera excluyente. Debiéramos garantizar que toda la ciudadanía, en todos los lugares, tenga acceso a futuras vacunas, pruebas y tratamientos contra el COVID-19. De igual modo, el camino a los servicios que se relacionan con el raciocinio, las emociones y el comportamiento frente a diferentes situaciones de la vida cotidiana, o los programas de salud sexual y reproductiva, tampoco tienen que verse comprometidos.
Desde luego, si hay algo que ha revelado esta pandemia, son nuestras múltiples fragilidades que poseemos, con sistemas de salud inadecuados, enormes brechas en la protección social y grandes desigualdades. El mundo de los más pobres y desfavorecidos apenas se le considera en ningún sitio. Además, por si fuera poco el desastre real, la incapacidad de los gobiernos del mundo de trabajar unidos es manifiesta y la inseguridad del ser humano es tan real como la vida misma.
Los mortales, quizás tengamos que replantearnos el modo y la manera de vivir, más responsable y más abiertos a ese mundo, al que todos estamos llamados a reconstruir. Que no se rompa ningún sueño que promueva el bien moral, ni tampoco se marchite el valor de la solidaridad. Tenemos el derecho y el deber de hallarnos despejados de absurdos frentes y despojados de fronteras.