Lo que ha ocurrido con Rosselli Amuruz no queda solo en el ámbito privado; no es el caso de una persona que va a una fiesta donde un invitado mata a otro, sino que hablamos de una congresista -nada menos que la tercera vicepresidenta del Congreso de la República- presente en el convite de su pareja, un exparlamentario, y en la que se encontraban personas vinculadas al mundo del hampa. La persona detenida como presunto homicida, según la PNP, sería miembro de la banda “Los Malditos de Bellavista”, aunque luego se supo que el asesino fue su hermano Abel Frank, quien ya fugó del país.
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Personajes políticos con vínculos sospechosos los ha habido siempre, y ello es tan antiguo como el robo o la corrupción, pero eso no significa que tengamos que tolerar semejante inconducta y no hagamos el esfuerzo por moralizar el aparato estatal. Amuruz, conocida por la agridulce fama de ser “la tiktokera del Congreso”, representa una parte minúscula, aunque bulliciosa, de esa decadencia de la que tenemos el deber de sacudirnos tarde o temprano. Igual que el titular del Congreso, Alejandro Soto, tildado de “mochasueldo”, traficante de influencias y reclutador de trolls para atacar a sus críticos. Igual todos aquellos acusados de coaccionar a sus trabajadores para que éstos les entreguen parte de sus salarios, o los que violan o discriminan o pretenden imponer sus mezquinos intereses o ideologías, y parecen ajenos a cualquier sanción, inalcanzable para la justicia que, sospechosamente, a veces tiene los brazos bien cortitos.
Si nuestro país es un espacio poco atractivo para las inversiones, inviable para el ensayo de fórmulas desarrollistas que nos llevarían a cotas de civilización que por ahora solo envidiamos, es en parte por la falta de transparencia y ética de nuestro sistema político, el cual es clave para el ordenamiento y diseño de políticas orientadas al bien común y la apertura a la inversión extranjera y el intercambio cultural. Nadie, empresario o político, quiere apostar por un país sumido en una vergonzosa impunidad, donde los congresistas pierden el tiempo grabándose en aplicaciones odiosas y donde otros se dedican a enriquecerse a costa del cargo, o juegan en pared con criminales, codiciosos, asesinos y lujuriosos. Si nos convertimos en un país donde la ley valga, seremos imán de progreso.