Lastimosamente, es la verdad: la corrupción mató tanto como la pandemia porque, debido a este delito, carecemos de hospitales de cuarto nivel, carecemos de postas equipadas, de plantas de oxígeno suficientes; en fin, debido a este flagelo los peruanos no tenemos una mejor calidad de vida.
En el peor de los casos, también hay corruptores, pero hemos normalizado tanto la situación que no nos causa demasiada sorpresa.
No obstante, el deber del periodismo y de toda ocupación noble y de toda alma grande es señalarla: la corrupción es como es rata que busca esconderse en cualquier parte, y nuestro deber es denunciarla, insistir hasta que la ciudadanía, liberada de la modorra y la autocomplacencia, diga: esto está mal, un país así es inviable.
La corrupción no termina con el robo del dinero, como se lo suele representar; la corrupción ve cumplida su obra con el deterioro de las instituciones y su relación con la población.
Cuando cunde la desconfianza, cuando se pierde el respeto, no hay forma de recobrarlo a corto plazo. La obra de la corrupción, sin embargo, avanza muy rápido y, en consecuencia, tenemos una población decepcionada, apolítica, nihilista y cínica, pues se cree en libertad de poder corromper o corromperse.
Veamos las cifras: de los 39 procesos que están bajo investigación de la Contraloría General de la República. Diez de estos procesos ocurrieron durante la pandemia.
Es decir, que estamos hablando de gente sin el más mínimo respeto por la vida humana, por el derecho a vivir del prójimo y es capaz de cambiar una vida por un fajo de billetes.
A eso hemos llegado. Esperemos que el ente de control descubra qué es lo que ocurre en nuestra golpeada región, herida por el coronavirus, pero también por la ausencia de sus autoridades, por los malos manejos de las crisis y por la abulia cómplice del Consejo Regional y los concejos provinciales, distritales, etc. Necesitamos cambiar.
Saludamos que se quiera triplicar la cantidad de funcionarios de Contraloría para revisar los casos que se presentan casi a diario, pero no podemos estar felices con esa decisión: estaremos felices cuando nos digan que no es necesario vigilar a Piura porque sus autoridades son honestas y no se requiere de alguien que le respire en la nuca a los gobernantes.