La última vez que visité Huarmaca pequeño distrito de Huancabamba, fue a fines del 2002. Esta provincia y la de Ayabaca, tienen muchas cosas en común. Comparten la misma geografía y ambas otean sus amaneceres y atardeceres, todos los días, levantando su mirada desde las frías alturas de la sierra piurana.
Huarmaca también está allá. Cuando uno la visita y la camina y, en ese andar, se conversa con su gente, escuchar a ésta decir que ellos se sienten más cerca de Lambayeque que de Piura, perteneciendo a Piura, a quién no le llamaría la atención. La respuesta salta y llega enseguida ni bien terminamos de preguntar por qué.
En Huarmaca se encuentra la única comunidad quechuahablante que existe en Piura. Se llama Chilcapampa. Su gente adulta casi nunca sonríe, salvo cuando recibe la visita de algún forastero que bromea con ella. Su retraimiento se debe al desamparo que sufren. Para visitarlos hay que remontar uno tres mil metros de altura y tener buenos pulmones para hacerlo. Recién entonces es posible poner las plantas de los pies allí.
Aquel trayecto, desde Huarmaca hasta este lugar, tampoco es fácil recorrerlo. Hay que subir y bajar cerros, cruzar hondonadas y desaparecer en trechos de tupida vegetación en donde los rayos del sol no penetran. Se llega, por último, o bien tirando pata o a loma de bestia, y, en ambos casos, con la lengua afuera y tiritando de frío. Carros no hay. O hay uno a las quinientas.
Aquella última vez que fuimos a Huarmaca salimos de Piura antes del mediodía, tomando la ruta de la antigua carretera marginal de la Selva, pasando por el abra de Porcuya y doblando, a la altura de Hualapampa, hacia la izquierda para enrumbar, a partir de allí, directo hasta Huarmaca. Anochecía cuando llegamos. Fue al día siguiente que notamos, conversando con sus gentes, la ausencia de Piura en sus corazones.
Lo que pasaba era fácil de entender. Huarmaca se hallaba de espaldas a Piura porque nunca antes hubo nadie, acá, que se preocupara por acercarla. Bastaba con ponerle a sus pies una buena carretera, y ya. Y eso jamás se hizo. Fue, entonces, cuando Lambayeque, obsequioso, le abrió sus brazos y con sus dos manos extendidas se apuró a sacarla de su encierro, y ésta, agradecida, miró hacia allá, rindiéndose. Amor a primera vista, se diría. Debe ser. Y así empezó todo. ¿Y Chilcapampa? Esa es ya otra historia.