Políticos codiciosos y quienes se alinean interesadamente a cualquier régimen de gobierno intentan bajar la tensión política afirmando que las marchas que los jóvenes protagonizan en las calles son en defensa de Martín Vizcarra. Otros más osados, califican de terroristas a los manifestantes; mientras el Estado comete el error de reprimirlas a punta de bombas, balas de goma y garrote.
Lo que estos jóvenes dejan en claro es que no defienden a Vizcarra, quien debe someterse a las investigaciones y a la justicia. Cuestionan sí, la corrupción enquistada en los poderes del Estado; critican la vileza como se destruye la institucionalidad en el país, todo por el poder o el beneficio de grupos económicos que ven al Congreso como el arma más eficiente para legalizar sus fechorías.
Las marchas, en ese sentido, son signos de desprecio de la ciudadanía por las acciones de quienes dirigen el país. Es una indignación comprensible contra quienes vulneran a las instituciones y la Constitución, lo cual afecta directamente el desarrollo del país y por consiguiente a los peruanos. Es aventurado, por tanto, vilipendiar una acción de protesta que también es democrática.