El Tiempo lo dijo: en situaciones extremas, como la actual crisis sanitaria, es preciso que las autoridades dispongan todas las medidas necesarias para salvaguardar la integridad colectiva de la ciudadanía. Desde el 15 de diciembre será obligatorio mostrar el carné de vacunación para poder ingresar a los espacios públicos y con ello, esperamos, se acabarán las renuencias a inocularse.
Somos creyentes de que las objeciones de conciencia son importantes en una nación democrática y que la libertad de credo es una de las manifestaciones más acabadas de la personalidad y la individualidad protegidas por la ley. Sin embargo, somos claros al afirmar que la salud pública; esto es, el interés colectivo de la ciudadanía, prima por sobre cualquier otra consideración.
Está de por medio la supervivencia nacional y no hay razones para pensar que la cautelación de la intimidad espiritual es mayor a la posibilidad de salvar millones de vidas. Las vacunas, nos guste o no, cumplen con la función de aminorar el efecto de la COVID-19 en sus muchas variantes y es hoy la mejor defensa para las familias. Que el Estado pretenda que en estos casos se puede tolerar las creencias individuales es lo mismo que crear espacios por donde la muerte puede colarse y minar el arduo trabajo del personal de salud.
Creemos que la medida es necesaria, aunque se adopta con cierto retraso, pues los analistas médicos coinciden en que nos encontramos ya en la tercera ola. Aún así, es posible no solo impulsar el proceso de vacunación, sino evitar la propagación del virus allí donde la inmunización no ha sido mayoritaria.
Por otro lado, debemos recordar que estas medidas coercitivas pueden dar lugar a “mercados negros” de carnés de vacunación. Es necesario que las autoridades intervengan y que se establezcan sanciones realmente ejemplares, incluso similares a las de traición a la Patria: basta ya de dar penas leves a quienes atentan contra la integridad de la república y contra el futuro de millones; basta ya de castigar severamente a un carterista mientras que a un corrupto se le dan apenas unos años de prisión que, en el peor de los casos, ni siquiera se cumplen gracias a la benevolencia nunca gratuita de un desalmado juez. Estemos atentos.