El parlamento, a lo largo de los siglos y en todas las culturas, ha sido el escenario del debate nacional y la tribuna de consumados oradores. Ejemplos de ello en nuestro país fueron Bartolomé Herrera, Toribio Rodríguez de Mendoza, Hipólito Unanue, Ramón Castilla, Miguel Grau Seminario, Luis Alberto Sánchez, Raúl Porras Barrenechea, Armando Villanueva, Carlota Ramos de Santolalla, Luis Bedoya Reyes y un largo etcétera de mujeres y hombres que con su argumentación clara y su verbo flamígero lucharon políticamente para sentar las bases del Perú moderno. ¿Qué tenemos hoy? Solo gritos, amenazas y otras vulgaridades.
La depreciación de la política, ciertamente, no ha comenzado hace cinco ni hace diez años; su degeneración comenzó con el primer corrupto de esta república, pero el problema se prolonga y profundiza con la incapacidad de nuestros legisladores para allanar un camino al país mediante las palabras. Para quienes dicen que las palabras son solo aire, hay que recordarles que nuestro mundo es un discurso, se fundamenta en los nombres que damos a las cosas y en cómo agrupamos dichos nombres gracias a la lógica más elemental. La realidad, cuanto nos acontece, aparece ante nuestros ojos como una inmensa página escrita; desconoce la realidad quien no es capaz de interpretarla o, mejor dicho, de leerla, y poco hace por su desarrollo quien no puede expresar adecuadamente sus ideas.
Resulta penoso que en el último debate por la cuestión de confianza al Gabinete Bellido, muchos parlamentarios tuvieran tan dura la lengua para proponer una alternativa al país pero tan suelta para llenar el hemiciclo con palabras gastadas (“pueblo”, “democracia”, “mi saludo”, etc., a veces dichas con alto volumen y otras, apenas musitadas) extraídas todas de un papel, echando a la basura el ejercicio del ingenio y advirtiéndonos seguramente del nivel que tendrán las futuras discusiones. Si se pensó que en el Bicentenario veríamos una reivindicación de la política como arte, creemos que hoy estamos más lejos que nunca de ese ideal. Nuestros congresistas son los frutos más logrados de la crisis educativa de las últimas décadas.
Necesitamos rescatar la política del abismo posmoderno de desprestigio e indelicadezas. Necesitamos una auténtica Generación del Bicentenario.