Para el Congreso, la espera es vital: es necesario alargar la agonía del país hasta julio para poder tener a un “presidenciable” a la cabeza de este poder del Estado, con el suficiente apoyo para reemplazar a Pedro Castillo.
Sin elecciones generales, sin renuncia a los privilegios, sin mayores dramas, se habría consumado un ataque a la voluntad popular, no porque la ciudadanía no quiera que Castillo se vaya, sino porque el clamor general es que los 130 congresistas sean cambiados.
Algunos podrán pensar que es una exageración querer que se vayan todos cuando el culpable mayor de la situación crítica del país es el líder del Poder Ejecutivo.
Sin embargo, el Legislativo ha tenido más de una oportunidad de poner fin a esta degeneración política, pero ha preferido renunciar a esta facultad y a la defensa de las leyes para conservar su poder particular, ese que le permite deshacer instituciones incómodas, revertir progresos educativos y blindar a personajes cuya trascendencia ha sido nefasta para nuestra república. Es lo que ha pasado con el ex fiscal de la Nación, Pedro Chávarry, a quien un parlamento sospechosamente afín lo ha salvado de la inhabilitación de la gestión pública.
El exfuncionario, todo campante, ha dicho que no se siente responsable por nada de lo que se le acusa. ¡Cómo podría sentirse responsable o culpable de algo luego del tremendo espaldarazo del Congreso!
Más allá de los efectos legales de ciertas decisiones del Congreso, también se promociona el cinismo y la inmoralidad a niveles escandalosos y contrarios a los ideales de la política.
Los optimistas suponen que la crisis podrá ser detenida con jugadas maestras desde el parlamento, sin imaginar que existe la posibilidad de que la persistencia en esta estrategia, que desgasta enormemente el prestigio del primer poder estatal -la desaprobación roza el 90% según encuestas publicadas la semana anterior en todos los medios del país-, acelere un estallido social que eche por tierra lo avanzado en los últimos veinte años en materia institucional. Dicho en otros términos, un pueblo harto de que sus autoridades le vean la cara hace de la indignación su única política. ¿Cuán productiva es la indignación en el tiempo? ¿Basta la indignación para reconstruir un país? Señores congresistas, no jueguen con fuego.
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