El mensaje de Perú Libre es impreciso: por un lado, la dirigencia rechaza al gabinete, promueve sanciones para quienes piensen distinto dentro de la bancada y hasta reclama una cuota de poder que, considera, no se le ha reconocido. Por otro lado, afirma no haberse convertido en una fuerza de oposición. ¿Quién entiende esta forma de hacer política?
Es evidente que las recientes designaciones en el gabinete, así como la apuesta del presidente Castillo por personajes relacionados con la centro izquierda -o incluso la derecha, como Julio Velarde- han provocado malestar en el partido de gobierno que se reclama a sí mismo como una organización de extrema izquierda, fuertemente estatista; el más desconcertado con el rumbo que han tomado las cosas es el fundador de Perú Libre, Vladimir Cerrón, quien quizás imaginó que Castillo sería su marioneta en su camino a la instauración de un modelo socialista a como dé lugar.
La presión de diversos sectores políticos ha obligado al presidente de la república a hacer un alto y replantearse el rumbo político: ¿cuál sería el costo de ir contra el marco legal para contentar al ala más radical de sus colaboradores? ¿Es justo para el país pagar semejante cuota?
Nuevamente, Castillo ha preferido apearse a la izquierda moderada y progresista, un punto del espectro desde el que le resultará más viable gobernar, a pesar de que aún debe dar muestras de racionalidad política y económica para impedir que el Perú del Bicentenario sea el de la división sin remedio a causa de la imposición de criterios ideológicos y dogmas por sobre los axiomas del pragmatismo.
Probablemente, Castillo pensó que bastaría su solo liderazgo para mantener un partido y bancada cohesionados, pero dicho liderazgo aún es débil y se ve amenazado por las constantes intervenciones no solicitadas de Vladimir Cerrón.
Nos preguntamos cuánto tiempo necesitará Castillo para poder desplazar la visión cerronista, totalmente antagónica con los intereses del país y las fórmulas que han asegurado el crecimiento de las últimas décadas, un modelo que no ha sido perfecto pero que garantiza la democracia económica, punto que este y los sucesivos gobiernos deben profundizar para encauzar al país por las vías del verdadero desarrollo, el cual consiste en crear riqueza, no en repartir miserias.