Casi todos hemos visto el video viral de un hombre reprendiendo -con sacudidas y amenaza de puntapié- a su hijo luego que éste agrediera verbalmente a un sereno en Miraflores (Lima).
No vamos a hablar de si la manera de corregir del padre fue la correcta -hay opiniones divididas sobre esto-, sino de cómo la pandemia ha hecho más evidentes y escandalosas las diferencias entre ciudadanos que asumen ser “de primera clase”, intocables, privilegiados a quienes las leyes no alcanzan, y entre esos otros compatriotas -aparentemente “de segunda” o inferior categoría- que trabajan en el servicio a la sociedad, pero que son maltratados en razón a su fortuna material, su procedencia social o “racial”, etc.
La pandemia, se decía en los primeros meses del 2020, debe volvernos más humanos, más solidarios, más amables, más comprometidos con el bienestar ajeno, tanto como con el propio. Los años precedentes los vivimos en una burbuja de confort, de aparente progreso, de individualismo y de predominio del dinero por sobre la salud, la tranquilidad y el cultivo personal. En el 2022 tales propósitos nos parecen huecos: poco es lo que, como especie, hemos aprendido. Apenas consentimos en cubrirnos la nariz y boca al estornudar o toser y, en nombre de la libertad y otros mitos modernos, superponemos nuestro derecho a enfermarnos o morir sin pensar en el impacto de semejante conducta en los demás. Si así pensamos en términos de salud, ¿íbamos a ser mejores en lo concerniente al respeto a nuestras autoridades?
Nos guste o no, en el mundo hay autoridades, personas que se encargan de que la cultura, la civilización, la sociedad, etc., sean viables y no caigan a la primera crisis. Personas que desde posiciones humildes nos protegen y ponen por delante las normas. ¿Que hay autoridades malas, que hay serenos aprovechados y policías indignos de portar el uniforme y el arma? Por supuesto, pero no son las excepciones las que definen al grupo, así como no son nuestros errores o debilidades las que definen nuestra personalidad. En cualquier caso, nada permite discriminar o juzgar de acuerdo a elementos tan fuera de lugar como el color de piel o el grosor del monedero o el lugar de residencia, menos aún cuando la enfermedad ha demostrado que, ante la posibilidad de morir, no hay diferencias. ¿Podemos mejorar?