Los especialistas ya se han pronunciado y casi todos coinciden en que la castración química no es viable en el país: representa una “sobrecondena”, es un gasto para el Estado y, finalmente, no actúa sobre la mente del criminal ni reduce su peligrosidad cuando pueda disponer de otros medios para abusar sexualmente de sus víctimas.
Existe un cuarto argumento que tiene que ver con la ética cívica: el Perú se autodefine como un Estado de derecho; es decir, un sistema en el que la ley y no otros apetitos o impulsos rigen la conducta de la sociedad, así como las sanciones que se impongan a sus miembros.
La ley es la máxima construcción de la razón humana, la cerca espiritual que nos impide regresar a fases en que la fuerza bruta y las pulsiones primitivas nos gobernaban. Convertidos en ciudadanos, hechos personas por la civilización, nos debemos a aquellos ideales que hemos firmado y que nos comprometemos a mantener para asegurar la viabilidad de nuestra sociedad.
¿Y qué pasa cuando alguien mata, cuando alguien secuestra, viola y destruye inocencias? ¿No tiene derecho la sociedad a aplicar la máxima sanción que su criterio le indique? ¿No es la muerte un castigo proporcional?
Es difícil dar una respuesta corta, pero la ley existe justamente para impedir que sean las emociones y el afán de venganza los que se disfracen de justicia. En el Perú ya existen leyes sumamente drásticas compatibles con las aspiraciones liberales de nuestra Constitución y sistema político-económico. ¿Por qué entonces vemos a violadores en las calles después de un imperfecto periodo de investigación preventiva o “gracias” a una condena insólitamente corta?
El problema, en efecto, no está en la ley, sino en la manera como funciona el sistema de justicia, en los fiscales que deben atender una excesiva carga laboral y en aquellos otros que descuidan negligentemente su trabajo; ambos casos, el periodo de investigación de nueve meses se vuelve muy corto y es imposible que en dicho tiempo se reúnan todos los elementos para sustentar las máximas condenas que merecen los miserables que corrompen irremediablemente a niños y niñas. También es responsabilidad de jueces que, basándose en tecnicismos exagerados, impiden que los peores criminales terminen sus días lejos de nuevas víctimas.
Hay que mejorar ese sistema.