Incluso los personajes izquierdistas que hasta hace poco apoyaban al Gobierno -algunos fueron prestados como ministros- saben que la situación política actual es fruto de la improvisación del mandatario, de un supuesto idealismo que ni en el camino de la segunda vuelta intentó pisar tierra y plantarse en la realidad, reconocer lo que es posible hacer y lo que no, y también es fruto de la corrupción que esta gestión lleva pegada al cuerpo.
Por supuesto que la crisis también corre por cuenta de una oposición conformada por partidos moralmente mediocres que, a pesar de tener elementos para ejercer un control político a la altura de su misión institucional, han preferido custodiar sus intereses electorales y ha mostrado desigual fuerza en temas que pudo unirlos. La malograda vacancia es un ejemplo y la crisis de Repsol, el más reciente.
No obstante, hay una responsabilidad -quizás sea justo decirle culpa- del Gobierno porque es el principal conductor de la vida nacional. Es el llamado a coordinar todo el Estado mediante el control directo -como en los ministerios- o el diálogo político -en su relación con los poderes paralelos-. En más de medio año no hemos visto, empero, ningún éxito en cualquiera de los mecanismos con que se ha cumplir semejante tarea: las órdenes presidenciales se filtran a través de una burocracia corrupta y, por otro lado, la calidad del diálogo con el Congreso es inquietante.
Si se le pregunta al presidente Castillo por estas cuestiones, no podríamos asegurar que nos vaya a responder. Y los socios políticos, lógicamente, se asustan. ¿Alguien cree que Perú Libre ganará en los siguientes comicios siquiera una alcaldía después del papelón ante la CNN?
El reemplazo estéril de la idea política por la correosa categoría “pueblo” es conmovedora para unos y conveniente para otros, pero en cualquier caso es peligrosa. Debido a esta nube ideológica con la que pretende responder a la prensa y al sentido común que lo cuestionan, Castillo parece incapaz de darse cuenta del grave daño que le hace al país con su discurso insoportablemente monótono y sospechosamente torpe. Los políticos de izquierda extrema y moderada, a veces con más luces que Castillo, saben que podría tomarles una década reconstruir una unidad que se volvió perversa.
