Es inevitable sentir esa mezcla de temor y tristeza cuando recordamos lo ocurrido hace exactamente dos años. El desborde del río Piura marcó un antes y un después en la vida de muchos piuranos, y también significó el principio de un largo periodo que aún no termina: el de las promesas políticas y la santa paciencia social (que parece estar a punto de agotarse).
También es imposible no sentir esa pesadez tan propia de la defraudación en nuestras espaldas. Durante los dos años que siguieron a la catástrofe, hemos escuchado toda clase de ofrecimientos -y hasta macabras apuestas, como la hecha por Carlos Bruce, en su segunda vez como ministro de Vivienda, a un periodista de esta casa editora-, pero pocos se han convertido en realidades; y realidades a medias, como las pistas rehabilitadas que ya están deterioradas, como la destruida infraestructura agrícola que espera a que se acuerden de su existencia y personas que siguen viviendo en condiciones miserables mientras esperan las casas que el Gobierno ofreció. Este no es el panorama que esperábamos ver y nuestro deber cívico es exigir que el estado de cosas no siga siendo el mismo.
La conmemoración de la inundación de Piura, en ese sentido, no sirve para añadir más lamentaciones a las que a diario escuchamos; sirve, por el contrario, para retomar la bandera del optimismo y de la indignación, sirve para demostrar que la ciudadanía piurana es un observador consciente, capaz de formular propuestas e interesado en que la ansiada reconstrucción se ejecute. Y más aún: recordar esta fecha es también un llamado para que ensaye la verdadera prevención, para que las ciudades crezcan racionalmente y respetando al río.