La reciente intervención en Lima a 300 venezolanos -de los cuales, al menos 18 tenían documentos migratorios de dudosa factura- pone sobre la mesa, una vez más, los riesgos de la inmigración.
¿Estos hechos, así como otros incidentes delictivos que involucran a extranjeros son suficientes para condenar el ingreso de venezolanos -o de personas de otros países- y cerrar la frontera, como pide un creciente sector de la ciudadanía? De ninguna manera.
En nuestra sociedad existen personas de altísima calificación moral y profesional, así como otras cuyos antecedentes son lamentables. Aunque existen muchos aspectos positivos que nos distinguen de las naciones vecinas, también albergamos elementos, costumbres y personas que no nos hacen mejores ni superiores a otros pueblos.
En todo caso, nosotros, los peruanos, hemos pasado también por un periodo de descomposición moral que ha revelado nuestras peores facetas.
Recientemente, estamos atravesando una gravísima crisis de valores que ha desnudado a nuestra política -una parte fundamental de nuestra cultura- y la ha exhibido como un reducto de corrupción vergonzosa. Con tremendos males y manchas a cuestas, ¿podemos juzgar a los venezolanos en bloque? No podemos.
Pero sí es preciso exigir controles migratorios eficientes.
La comprensión del prójimo no puede confundirse con una política de puertas abiertas indiscriminada. Es mucho más sencillo y barato restablecer los controles fronterizos y permitir el paso a los auténticos buscadores de un mejor futuro en nuestro suelo, que montar operativos para detener y deportar a 300 personas.